Por Brenda Trujillo
Ella estaba lavando en el patio cuando le dieron la noticia. No dijo nada, ni lloró, ni mostró emoción. ¿Es verdad? Preguntó, solamente. El hombre, quien le informó del incidente, dijo que sí con la cabeza y explicó que por la radio mencionaron su nombre con el de otros compañeros caídos. Desgraciadamente, ya no podía negar la realidad.
Aurora, desfallecida y triste, se dejó caer en el sillón más próximo. Lo había escuchado claramente. Su hijo Bruno había muerto. No lo podía creer. Simplemente no podía. Enojada consigo misma, se culpabilizó, pues orilló a Bruno para que se uniera a las fuerzas militares y luchara contra el ejército oponente, tan solo tenía 18 años y él ya estaba muerto. Ni un adiós; ni nada.
Había otros dos hombres que acompañaban al informante, Aurora miró a los tres sujetos y preguntó cómo fue que murió. Le dijeron apenados que un amigo traicionero lo había matado, ya que se unió al bando antagonista. “¡Una traición!”, pensó, “¡Por la maldición del infierno porque ha muerto mi hijo! Perder a los padres es el ciclo natural de la humanidad, pero perder antes alguien que se ha concebido es un horror”.
Cavilando en sus pensamientos, le surgió un ataque de histeria y les exigió a los tres hombres que se largaran de allí. Ellos argumentaron que tenían que resolver los asuntos no terminados que había dejado Bruno. Pero ella, aseguró que no se resolvería nada. Por comprensión, los individuos se marcharon.
Inquieta, desasosegada y humillada, Aurora, ideaba un plan, que ejecutaría en ese instante. Si querían, podían llamarla cobarde, pero no lo soportaba. Acabaría con los latidos de su corazón y se envolvería en las quimeras eternas. Se asumía completamente culpable de la muerte de su hijo.
Sin pensarlo o meditarlo, se fumó otro cigarro, fue a la vitrina y se tomó ocho tragos de tequila. Volvió a prender un último cigarrillo y lo tiró al suelo, seguido de que prendió la estufa a su máxima potencia. Con el fuego de su garganta y su crisis interna fue sumergiendo cada parte de su cuerpo en las llamas de la estufa. Gritaba y gritaba, puso la manga de su chamarra en el fuego para que se encendiera y empezara a prenderse la restante ropa. Vociferaba terriblemente, a la vez que se reía despiadadamente, por fin se fue achicharrando y consumiendo su piel hasta que murió.
Todo lo demás silencio y ella tirada y arrojada en el abismo del dolor.